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José Luís Peixoto invitaAndréa del Fuego
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Por AndréaDel Fuego
“La memoria frente al olvido. El sol que se apaga sobre el Tajo bañando de dorado mi ciudad terracota.”
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Andréa del Fuego es una de las voces más originales de la literatura brasileña y contemporánea. Nacida en São Paulo en 1975, posee un máster en Filosofía por la Universidad de São Paulo, coordina talleres de escritura literaria desde hace más de diez años y escribe como quien observa el mundo a través de una rendija poco común: con lucidez, extrañeza y belleza. Su nombre de bautismo es Andréa Fátima dos Santos, pero adoptó el seudónimo «del Fuego» en honor a Luz del Fuego, bailarina, naturista y feminista que fue la primera artista brasileña en aparecer desnuda en escena. Desde entonces, su escritura arde con fuerza propia.
En 2011, a los 36 años, ganó el Premio José Saramago con la saga familiar Los malaquias (publicada por primera vez en Portugal en 2012). En 2013 vio la luz el libro Las miniaturas, una narrativa poética y delicada que explora la fina línea entre sueño y realidad, donde lo cotidiano se entrelaza con lo onírico, desafiando las convenciones de la existencia. Años más tarde, en 2021, provocó a los lectores con La pediatra, un mordaz retrato de una doctora que rechaza los vínculos afectivos y cuestiona los rituales de la maternidad moderna, obra de la que ya se han vendido los derechos para cine y teatro.
Además de novelas, ha publicado colecciones de cuentos (Minto enquanto posso, Nego tudo y Engano seu), antologías, crónicas y literatura juvenil (Sociedade da Caveira de Cristal, Quase caio e Irmãs de pelúcia). La autora también ganó el Premio Literatura Para Todos, del Ministerio de Educación, con su novela Sofia, o cobrador e o motorista. Su obra ha sido traducida y publicada en varios países, como Alemania, Italia, Francia, Israel, Rumanía, Suecia, Kuwait y Argentina.
Leer a Andréa del Fuego es salir de la rutina del lenguaje, y adentrarse en un territorio donde lo que en principio parece insólito ilumina lo real.
Para escuchar a Andréa del Fuego leyendo un fragmento sobre Estremoz, Vila Viçosa y Marvão, del capítulo “La grande y ardiente tierra de Alentejo” de la obra Viaje a Portugal, de José Saramago.
La grande y ardiente tierra de Alentejo
Una flor de la rosa
(...)
Marvão se ve desde Castelo de Vide, pero desde Marvão se ve todo. El viajero exagera, pero ésta es justamente la impresión que siente cuando aún no llegó, cuando va por la llanura y surge, de repente, ahora más cerca, el morro altísimo que parece alzarse en la vertical. A más de ochocientos metros de altura, Marvão recuerda uno de aquellos monasterios griegos del Monte Athos a los que sólo se puede llegar metido en un cesto y tirando de una cuerda desde arriba, con el abismo a los pies. No son precisas tales aventuras. La carretera sufre para alcanzar lo alto, son curvas y curvas en un amplio arco de círculo que rodea la montaña, pero al fin el visitante puede poner pie en tierra y asistir a su propio triunfo. No obstante, si es hombre amante de la buena justicia, antes de extasiarse ante las amplias perspectivas que desde allí se divisan, tendrá que recordar aquellas dos filas de árboles que a lo largo de doscientos o trescientos metros bordean un tramo de la carretera, inmediatamente después de Castelo de Vide: hermosa alameda de robustos y altos troncos, si un día creen que sois un peligro para el tráfico de altas velocidades, locura de nuestro tiempo, quiera Dios que no os talen, y que desvíen la carretera. Tal vez un día, gentes de generaciones futuras vengan aquí a interrogarse sobre las razones de estas dos filas de árboles tan regulares, tan derechas. Es el viajero, como se ve, muy previdente: si no hay respuesta para el rostro humano del Salvador del Mundo, sea ella, para el misterio de la alameda inesperada, hallada aquí.
Es verdad. Desde Marvão se ve la tierra casi toda: hacia un lado, España, y allí Valencia de Alcántara, São Vicente y Alburquerque, aparte de una muchedumbre de pueblecitos; hacia el sur, por el desfiladero que separa la sierra de San Mamede y otra, sólo un contrafuerte suyo, la sierra da Ladeira de Gataj, se pueden idendficar Cabeço de Vide, Sousel, Estremoz, Alter Pedroso, Crato, Benavila, Avís; al oeste y al noroeste, Castelo de Vide, donde el viajero estaba aún hace poco, Nisa, Póvoa y Meadas, Gáfete y Arez; en fin, al norte, estando límpida la atmósfera, la última sombra de azul es la sierra da Estrela: no asombra ver claramente Castelo Branco, Alpedrinha, Monsanto, Se comprende que en este lugar, desde lo alto de la torre de homenaje del castillo de Marvão, el viajero murmure respetuosamente: «Qué grande es el mundo».
(...)
Prohibido destruir los nidos
De Estremoz apenas vio el viajero más que la parte alta, es decir, la ciudad vieja y el castillo. Dentro de los muros, las calles son esfrechas. Abajo, donde el espacio abunda, no ya villa, sino ciudad, Estremoz se prolonga y casi pierde de vista sus orígenes, aun siendo la celebrada Torre das Três Coroas reclamo evidente. En ningún lugar sinfió tanto el viajero la demarcación de las murallas, la separación entre los de dentro y los de fuera. Será, pese a todo, una impresión sólo subjetiva, sujeta, pues, a caución, que el viajero, claro está, no puede ofrecer.
Blanquísimas de cal, usando el mármol como piedra común, las casas de la ciudad alta son, por sí solas, mofivo para visitar Estremoz. Pero allá arriba está la torre ya mencionada, con sus decorativos balcones almenados, y lo que queda del palacio de don Dinis, el pórtico de columnas geminadas donde el viajero encontró representaciones de la luna y corderos. Está la setecentista capilla de la reina Santa Isabel, con su coro teatral y sus ornamentadísimos azulejos que representan escenas de la vida de la milagrosa señora que transformaba pan en rosas a falta de poder hacer de las rosas pan. Y está el Museo Municipal, que tiene bastante que ver y mucho para no olvidarlo.
Deja el viajero de lado aquellas piezas que podría encontrar, sin sorpresa, en otros museos, para poder maravillarse a gusto con los muñecos de barro que de Estremoz tomaron nombre. Maravillarse, dice él, y no hay término mejor. Son centenares de figurillas, ordenadas con criterio y gusto, y cada una de ellas justificaría un examen demorado. El viajero no sabe hacia dónde volverse: lo llanaan los tipos populares, las escenas de trabajo rural, las inuígenes de belén navideño o de altar doméstico, tronos para el Santísimo, de muy diversa inspiración, un mundo al que no es posible darle la vuelta entera. Bastará un ejemplo, una sola vitrina en la que se juntan, en organizada confusión, «negros a pie y a caballo; amazona y jinetes; párroco a caballo; pastor con su rebaño; hombre comiendo migas; hombre haciendo sopa de ajo; sargentos —de pie o sentados en el jardín——; galán presumido; tocador de acordeón; primaveras con o sin guirnalda; tipos populares —castañera, lechero, aguador—; pastoras con huso o guardando gallinas, o pavos, o borregos; mujeres lavando, planchando o mirándose al espejo, o tomando té; matanza del cerdo, con tres figuras, y las mujeres haciendo chorizos». Qué maravilla, vuelve a decir el viajero. A Estremoz irás, los muñecos verás, tu alma salvarás. Ahí queda un refrán inventado por el viajero para pasar a la historia.
También él se quedaría, pero no puede. Después de contemplar el infinito paisaje que de uno a otro lado se avista, desciende a las bajas, manera de decir que fue al Rossio, donde, a un lado, está la iglesia de San Francisco. En este convento murió Pedro I, y a los frailes de aquí les dejó su corazón. Si es verdad que los frailes aceptaron la herencia, en Alcobaça, a la hora de la resurrección, no tendrá don Pedro corazón que darle a doña Inés.
(...)
Camino de Vila Viçosa, a un lado y otro de la carretera, encuentra el viajero abundancia de canteras de mármol. Estos huesos de la tierra aún traen agarrada la carnación del barro que los cubría. Y hablando de huesos, nota el viajero que a su derecha se levantan, hasta el fondo del horizonte, las alturas de la sierra de Ossa, que significa osa, y no la mujer del hueso, que no la tiene. Como se va viendo e ilustrando, no todo es lo que parece.
En Vila Viçosa se va al palacio ducal. No se exime el viajero de esta obligación, que también es gusto bastante, pero tiene que confesar que estos palacios lo dejan siempre en un estado muy próximo a la confusión mental. La plétora de objetos, lo excelente al lado de lo mediocre, la sucesión de salas, lo fatigan aquí como ya lo habían fatigado en Sintra o en Queluz. O en Versalles, sin que se las dé de presuntuoso. Con todo, es innegable que el palacio de Vila Viçosa justifica una visita tan atenta como permitan los horarios que han de ser cumplidos por los guías. No siempre el objeto señalado como digno de interés es el que el viajero prefiere, pero la elección obedecerá probablemente a un patrón medio de gusto con el que se pretende satisfacer a todo el mundo. En todo caso, estará garantizada la unanimidad para la sala de las Virtudes y de las Duquesas, o la de Hércules, en el ala norte, y para las salas de la Reina y de David, con distinción particular para el zócalo de azulejos de Talavera que decora la segunda. Magníficos son también los cajetones de la Sala de los Duques, y de gran belleza el oratorio de la duquesa Catalina, con su techo pintado con temas inspirados en la decoración pompeyana. No falta pintura en Vila Viçosa, mucha de portugueses contemporáneos, y también algunas buenas copias quinientistas, en particular la del Descendimiento de la Cruz de Van der Goes, y si el viajero va a la cocina, se quedará asombrado con el número y variedad de utensilios de cobre. Si vio las armas, armaduras y arneses, si no se perdió la cochera de don João V, es porque todo hay que verlo para conocer las vidas de los duques y de quienes los servían, aunque, en lo a éstos toca, no informa mucho la visita al palacio.
Fuera ya, el viajero da una vuelta a la estatua ecuestre de don Joao IV. La encuentra muy semejante a la que hay en Lisboa, dedicada a don João IV. La encuentra muy semejante a la que hay en Lisboa, dedicada a don João I, lo que, evidentemente, no lisonjea a la primera ni valoriza la segunda. Y para aliviar el corazón de estos males, va el viajero a la ciudad vieja, que tiene la particular belleza de las poblaciones alentejanas antiguas. Antes de subir al castillo, que muchos visitantes equivocadamente descuidan, entra en la iglesia de Nossa Senhora da Conceição, revestida de arriba abajo de azulejos polícromos, un ejemplo más que proclama cómo hemos venido perdiendo el gusto de este espléndido material o cómo hemos adulterado sus modernos usos.
El viajero apreció como es justicia la imagen de la patrona, a quien Joao IV, sin tener en cuenta las divinas voluntades, coronó y proclamó patrona de Portugal, y también otros azulejos, éstos de Policarpo de Oliveira Bernardes, artista de amplia y calificada producción. Pero, siendo, como tantas veces se ha dicho ya, tan atento a las cosas pequeñas y cotidianas, aunque no descuide las raras y grandes, no es extraño que haya reparado en las sustanciales arcas de limosnas de trigo y aceite colocadas a la entrada, y también en las imponentes cajas de limosnas, una para la bula de la cruzada, más antigua de diseño y letra, otra para la patrona de la iglesia, teatral como un retablo barroco. Puestas a cada lado de la nave central, apoyadas en las columnas, están allí solicitando la generosidad del creyente. Quien en la iglesia parroquial de Vila Viçosa entre con disponibilidades de dinero, aceite o trigo, duro corazón tendrá si no sale aliviado.
El castillo de Vila Viçosa, se refiere el viajero al denominado Castelo Novo, obra quinientista mandada edificar por el duque don Jaime, es una construcción claramente castrense. Todo en él se subordina a su esencial finción militar. Una fortificación así, con muros que en algunos lugares alcanzan cuatro y seis metros de espesor, fue concebida pensando en grandes y duros asedios. El foso seco, los poderosos torreones cilíndricos, avanzados hasta cubrir, cada uno de ellos, dos lados del cuadrilátero, las anchas rampas interiores para los movimientos de la tropa, de la arfillería de defensa e incluso, probablemente, de los animales de tiro, hicieron que el viajero respirase, como muy raramente le ha ocurrido, y, desde luego, nunca tan intensamente como aquí, una atmósfera bélica, el olor a pólvora, pese a la ausencia total de instrumentos de guerra. Dentro de este castillo está la alcazaba de los duques, con alguna buena pintura, y en él se encuentran instalados, bien instalados, todo sea dicho, el Museo Arqueológico y el Archivo de la Casa de Braganza, acervo riquísimo de documentación aún no totalmente explotado. El viajero vio, con cierto desánimo, fijada en una pared en lugar principal, una macrofotografía de un documento firmado por Damião de Góis pocas semanas antes de que lo prendiera la Inquisición. Desánimo no será la palabra justa; digamos melancolía, o escepticismo melancólico, o cualquier otra sensación indefinible, la que viene a la sensibilidad ante lo irremediable. Es como si el viajero, sabiendo que Damião de Góis va a ser apresado porque lo dicen las fechas y los hechos, la obligación de enmendar la historia. Simplemente, no puede: para enmendar la historia es preciso, cada vez, enmendar el futuro.
“El trayecto es la semilla del viaje, ya sea a pie o en vehículo, porque lo que nos llega a la velocidad del paso o del motor es el armazón de una historia.”
“Hay tierra dentro del sol
Damos nuestros primeros pasos en el Jardín Municipal de Estremoz. Ante nosotros, una fuente centellea en un lago de agua cristalina, que potencia el inclemente espectro solar, o como escribió José Saramago, un sol que no oculta nada, porque estamos «bajo el sol de la franqueza». En la fuente, que data de 1852, un verso sin autoría: «el tiempo corre veloz». A su alrededor, un reloj de sol con tapa de mármol que marca la hora equivocada, como apuntó José Luís Peixoto. Desde que inicié mis pasos en el Alentejo, comprendiendo un territorio que no se puede medir, el reloj no tiene agujas suficientes para un tiempo que es mayor en una tierra preñada de sol y trabajo. Entramos en el Centro Interpretativo del Boneco de Estremoz, Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad. Ya los nombres me llaman la atención. Nos encontramos ante barristas, artesanos del barro, como nos informa la institución, un arte figurativo que utiliza el barro como matriz sagrada y profana. Me agacho para acercarme a las piezas, y me topo con el Lanceiro a cavalo com bandeira (Lancero a caballo con bandera), de la artista Liberdade da Conceição. El caballo es más pequeño que el jinete, creo que dos capas: hay una especie de lucha infantil, además de una pelea que nunca cesa, incluso en el juego.
Durante nuestro recorrido por la vida alentejana moldeada en barro, José Luís Peixoto me explica allí mismo el canto alentejano. Escuchamos la voz profunda, que también es pura tierra y sol, moldeándome casi en un muñeco como testimonio del desafío, en un canto a la tierra que dice: «los callos son los anillos de un hombre trabajador». José me cuenta que el canto también está declarado Patrimonio Inmaterial de la Humanidad.
Poco después nos detenemos en el café A Cadeia Quinhenista. Ante mí pasaron bandejas que mostraban todas las formas con las que se puede llegar a conocer el huevo, alimento esencial y solar —de nuevo el sol, siempre él—, retorciéndose, secándose y exigiendo que nadie se detenga en el camino. Entre pudins y bizcochos, me conquistó la leche frita: una nube cremosa envuelta en una cáscara crujiente descansando en una salsa de leche, yemas de huevo y especias. Es posible olvidarse del mundo a través del paladar, reflexiono mientras lo saboreo: basta con darse un capricho con la leche frita.
Sería reducir el viaje si solo lo percibiéramos como llegar al destino, cuando el cuerpo despierta para su registro. El trayecto es la semilla del viaje, ya sea a pie o en vehículo, porque lo que nos llega a la velocidad del paso o del motor es el armazón de una historia. Entre Estremoz y Vila Viçosa, entre un lugar y otro, conocí los alcornoques, un árbol que produce corcho, la valiosa corteza de un árbol de copa amplia y tronco generoso. El ecosistema del Alentejo, me informa José Luís Peixoto, fue creado por los hombres. También me explica que el bosque de alcornoques se creó hace siglos, proporcionando las condiciones para el delicado equilibrio entre cerdos, alcornoques y olivos. De hecho, el Alentejo concentra el 33 % de los alcornoques de todo el mundo, un 21 % de la superficie forestal de Portugal. Sin embargo, el corcho es escaso solo en la actualidad. En el pasado, según José, quien perdía alguna disputa, se ganaba una medalla de corcho.
Llegamos al Palacio Ducal de Vila Viçosa. Impresionante. En el palacio, que alberga doscientas habitaciones, está la Fundación de la Casa de Bragança, una petición que dejó en testamento el último rey de Portugal, Manuel II. Llaman la atención los tapices del siglo XVII que cubren las paredes junto a numerosos cuadros. Abajo estaban los guardias y oficiales. Arriba, las habitaciones. La construcción se inició en el año 1501 y se terminó trescientos años después. Los retratos siempre son de personas y paisajes, como era costumbre en la época. En una de las salas, el techo está dividido en ocho virtudes, pinturas que tal vez inspiraron los motivos de los sillones tallados y aterciopelados repartidos por el salón.
Accedemos a los aposentos íntimos, donde observo que las camas son cortas. En seguida me informan que los reyes dormían reclinados en la cama, recostados después de comer la última cena del día. Visito la parte de la cocina, donde se guardan las ollas y sartenes, todas de cobre y con el nombre «Casa de Bragança» grabado en cada pieza de metal. Enormes ollas para banquetes que hacían que los reyes y sus invitados tuvieran que dormir recostados. Creo que hay un sinfín de moldes para pasteles, que daban formas suntuosas a tartas y pudines. Pero volvamos a las habitaciones: en las paredes, sedas brillantes, colores sobrios en perfecta alquimia, aportan calidez en invierno y refrescan en verano. Hay un pasillo detrás del despacho y los aposentos, donde rey y reina duermen en aposentos separados. No era aconsejable que un rey se quedara en los extremos de los pasillos, sino en el medio, donde hay acceso al pasillo detrás de los aposentos. En la zona privada se observa cuidado y vigilancia. En una visita a cualquier palacio, lo que más me transporta en el tiempo es el lugar donde se vivía la intimidad, no solo de los cuerpos, sino también del pensamiento.
En los Jardines del Palacio Ducal, el heno se aplana con el viento de las cinco de la tarde, uno de los pavos reales se hace oír en otros reinos, cuya estridente llamada es seguida por otros pájaros. Los pájaros cantan como la pelusa de esas plantas que salen volando al pasar junto a ellas. Tengo la impresión de poder tocar su polen que, desde donde estoy, cerca del garaje de carruajes, parecen obleas.
Salimos del Jardín a tiempo para entrar en la habitación de Florbela Espanca, cuya intimidad hoy es conocida gracias a los libros del lirismo más conmovedor que se ha escrito en portugués. La habitación de una de las autoras más importantes de todos los tiempos es pequeña, sobria, pero, aunque no alberga sedas, ni paneles de banquete ni vigilancia, encierra otra nobleza y otros peligros. La nobleza de sus cartas, su letra vibra como si estuviera viva, eléctrica como alguien que no puede escapar de la tormenta emocional. Es sabido que el canto es sublime frente a lo imponderable: también advertimos, por los registros de su biografía, los peligros de existir y poseer la marca del talento que dirige en palabras la furia de la pasión portuguesa.
Me despido del Alentejo en mi próximo destino: Marvão. José Saramago describe el trayecto hasta el pueblo con admiración: «qué grande es el mundo», escribió el autor frente a Marvão. Concuerdo con él y añado: qué grande es el hombre que reconoce el tamaño del mundo y el suyo propio, más pequeño que el abismo que le asombra, más grande que el jardín que no tiene piernas para caminar como nosotros, los viajeros. Sin duda, este no ha sido un viaje más al Alentejo, ya que contamos con la guía de José Luís Peixoto, distinguido alentejano, que condujo mi mirada a través de su infancia y legado. Son otras lentes, de esas que resisten al sol.”
Andréa Del Fuego
Que visitar
En el viaje revisitado de José Luís Peixoto, estos fueron algunos de los lugares destacados por su mirada y por su escritura.
“En la Sierra de São Mamede, el mes de mayo transcurre sin prisa. En esta época del año, cada paso entre robles y castaños descansa sobre un suelo antiguo, fuente de murmullos. Este silencio no está hecho de ausencia: es un aliento húmedo y vegetal que toca ligeramente el musgo, las piedras existen dentro de ese verdor, protegidas. El aire flota con el aroma del romero silvestre. La brisa, a veces fresca, desciende de las alturas. La brisa sabe historias que no se atreve a contar. Y todo es lento: el vuelo de las aves, la luz filtrada de las hojas, el compás del corazón al subir estas laderas. La sierra observa, enorme y contenida. Quien está ahora en Marvão en las murallas del castillo, tiene ante sí esta inmensa vista. Allí nos damos cuenta del tamaño de la sierra y, diminutos como somos, nos comparamos con ella, pero es aquí, en su interior, donde sentimos el verdadero vértigo. Hay momentos en los que creemos habernos fundido con la Sierra de São Mamede. Formamos parte del rumor de los arbustos, el eco de la piedra y esta soledad acogedora.”
José Luís Peixoto
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Manuel II, el último rey de Portugal, fue un ávido coleccionista y catalogador de libros, en particular de las primeras ediciones del poema épico de Los Luisiadas, que hoy se conservan en el Museo-Biblioteca del Palacio Ducal de Vila Viçosa. Fue por su decisión, compartida en su testamento, que este monumento nacional, situado en el Terreiro del Palacio de la ciudad, reabrió sus puertas tras la creación de la Fundación de la Casa de Bragança. Construido en el siglo XVI, el Palacio Ducal de Vila Viçosa fue uno de los palacios de verano del rey Carlos I y la reina Amelia de Portugal. Hoy, invita a contemplar colecciones de pintura, escultura, mobiliario, tapices, cerámica y orfebrería, en un recorrido por la Planta Noble. Espacios como la Sala de los Duques, la Cocina y los Jardines retratan la grandeza y las pasiones de la monarquía.
En el punto más alto de la Sierra de São Mamede, el Castillo medieval de Marvão y sus murallas dominan el paisaje, ofreciendo unas inspiradoras vistas panorámicas sobre el Alentejo. Pasear por las estrechas calles del centro histórico, atravesar las casas de piedra, detenerse en cada mirador y visitar la Torre del Homenaje, es una invitación a viajar en el tiempo y sentir una profunda conexión con la naturaleza y la tranquilidad del interior. En verano, Marvão acoge un festival internacional de música clásica, con una programación donde la cultura es protagonista absoluta.
Aunque la tumba de la Reina Santa Isabel se encuentra en el Monasterio de Santa Clara-a-Nova, en Coímbra, esta capilla es uno de los lugares de culto y veneración de su figura, además de un punto importante en la historia de Estremoz. Ejemplo destacado de la arquitectura medieval alentejana, alberga una colección de óleos y paneles de azulejos azules y blancos con un significado simbólico e histórico, en los que se narran episodios de la generosidad de la reina que sirvieron de base para su canonización hace 400 años, como el Milagro de las Rosas.
Galveias, cuna de José Luís Peixoto, es un pueblo que respira historia y tradición. La Rua José Luís Peixoto es un homenaje al escrito, mientras que el Centro de Interpretación, construido en su honor, ofrece una inmersión en su obra y en la relación con sus raíces. Uno de los puntos más emblemáticos de Galveias es la Fuente de la Villa, del siglo XIX, símbolo de la vida rural y de la importancia del agua para la comunidad a lo largo de los siglos. Con su sencillez y autenticidad, Galveias es un lugar donde pasado y presente se encuentran, una fusión que también se puede sentir en el sabor del viento en uno de los columpios o Baloiços de Portugal existente en el pueblo.
La gastronomía alentejana está marcada por unos sabores intensos y auténticos. La açorda, elaborada con pan, ajo, aceite de oliva y cilantro, es un plato reconfortante, a menudo acompañado de carne o pescado. Las migas, con pan, ajo y aceite de oliva, ganan sabor con los embutidos de la región. También la sopa de tomate, con tomates frescos y aceite de oliva, es otro clásico de la zona. Los dulces también destacan por su variedad. Desde la sericaia con ciruelas de Elvas hasta el pastel de castañas de Marvão, pasando por la tiborna de Vila Viçosa, elaborada con gila y almendras, y la gadanha de Estremoz, rica en huevos y tradición, cada dulce es una parada en este viaje de sabores que cuentas historias.
Setúbal
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Estremoz, Vila Viçosa y Marvão -